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ÍNDICELA DEUDA PENDIENTE DEL CLUB HARRODS GATH Y CHAVES Mía Franchini y su abuela Inés Chiesa página 4
UN VIAJE INESPERADO Josefina Castiñeiras Bustamante Cano de Frers y su nieta Paulina Becerra página 6
UN VERANO EN EL RÍO Norma Michel y su nieta Azul Vassallo página 8
LA LUNA DE MIEL Santina Schojet y su abuela… página 10
SIN MÁS SORPRESAS Diana Rolandi y Federica Cicciari página 12
PROFESIÓN DISFRUTADA Beatriz Best y su nieta Constanza Barboza página 14
MARTA Y EL FLACO Ana Lykan y sus abuelos, Marta y Julio Tielens página 16
UNA TARDE DE VERANO Josefina Diaz Basso y Ana María Montero página 18
EL AMOR ES MÁS FUERTE Serena Harris, nieta de Salvador Aiello página 20
EL VIAJE DE MIS SUEÑOS Félix Aburgeily y su abuela, Cecilia Garcia Ruhstaller página 22
LOS PÁJAROS DEL AMOR Leila da Silva Pessanha y su nieto Daniel Pessanha Marinho página 24
UN SUSTO, UN ASALTO Y UN FANTASMA Lucila González Lenzi y su abuelo Norberto González página 26
LA CAPILLA DE LA LLORONA Francisco Adrogué y su abuela, Isabel Scaffino de Adrogué (Vita) página 28
UNA NOCHE ESPECIAL Guillermo Brudnick, abuelo de Benjamín Saubidet página 30
MI CARRERA COMO FUTBOLISTA DE INFERIORES Felipe Mastrogiacomo, nieto de Luis Mastrogiacomo página 32
LA RUTINA DE LA MAÑANA Felipe Cebey y Luis Tiagonce página 34
RECUERDOS DE MI JUVENTUD Mateo Alcácer Mackinlay, nieto de Grace Henson (nee Watson) página 36
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ÍNDICELA DEUDA PENDIENTE DEL CLUB HARRODS GATH Y CHAVES Mía Franchini y su abuela Inés Chiesa página 4
UN VIAJE INESPERADO Josefina Castiñeiras Bustamante Cano de Frers y su nieta Paulina Becerra página 6
UN VERANO EN EL RÍO Norma Michel y su nieta Azul Vassallo página 8
LA LUNA DE MIEL Santina Schojet y su abuela… página 10
SIN MÁS SORPRESAS Diana Rolandi y Federica Cicciari página 12
PROFESIÓN DISFRUTADA Beatriz Best y su nieta Constanza Barboza página 14
MARTA Y EL FLACO Ana Lykan y sus abuelos, Marta y Julio Tielens página 16
UNA TARDE DE VERANO Josefina Diaz Basso y Ana María Montero página 18
EL AMOR ES MÁS FUERTE Serena Harris, nieta de Salvador Aiello página 20
EL VIAJE DE MIS SUEÑOS Félix Aburgeily y su abuela, Cecilia Garcia Ruhstaller página 22
LOS PÁJAROS DEL AMOR Leila da Silva Pessanha y su nieto Daniel Pessanha Marinho página 24
UN SUSTO, UN ASALTO Y UN FANTASMA Lucila González Lenzi y su abuelo Norberto González página 26
LA CAPILLA DE LA LLORONA Francisco Adrogué y su abuela, Isabel Scaffino de Adrogué (Vita) página 28
UNA NOCHE ESPECIAL Guillermo Brudnick, abuelo de Benjamín Saubidet página 30
MI CARRERA COMO FUTBOLISTA DE INFERIORES Felipe Mastrogiacomo, nieto de Luis Mastrogiacomo página 32
LA RUTINA DE LA MAÑANA Felipe Cebey y Luis Tiagonce página 34
RECUERDOS DE MI JUVENTUD Mateo Alcácer Mackinlay, nieto de Grace Henson (nee Watson) página 36
LA DEUDA PENDIENTE DEL CLUB HARRODS GATH Y CHAVES
Mía Franchini y su abuela Inés Chiesa
En la época de los 60, mi abuela Inés tenía alrededor de 12 años. Ella tenía 2 primas con las cuales era muy cercana y pasaban todas las tardes de verano juntas. La mayoría de las veces que se veían, pasaban el día en el club Harrods Gath y Chaves que quedaba atrás de Belgrano. Su mamá, Olinda, siempre le daba la plata necesaria para que pueda gastarla en el kiosko del club. Al igual que sus primas, Silvia e Irene, compraba un alfajor, una gaseosa y un helado.
En el transcurso del día, disfrutaban de las actividades que el club brindaba, nadaban en la pileta, jugaban al tenis y de vez en cuando jugaban al pádel. A medida que pasaba la tarde, gastaban la plata en la comida. Mi abuela siempre terminaba el alfajor, la gaseosa y el helado antes que sus primas. Silvia e Irene siempre guardaban la plata del helado para comprárselo al heladero a la salida del club cuando decidían regresar a sus casas. Inés, como tenía más hambre y porque los helados eran deliciosamente ricos como una caricia en el paladar, se compraba un helado más y le decía al heladero que al día siguiente le traería la plata que le debía. Así, pasaron tres días, en los cuales mi abuela le llegó a deber tres helados. Olinda nunca se enteró de la plata que Inés le debía al heladero porque se iba a enojar. Entonces, cuando volvían al club al día siguiente, mi abuela obligaba a sus primas a entrar por la puerta de atrás del Harrods Gath y Chaves para poder evitar al heladero.
Tenían que dar toda la vuelta a la cuadra para ingresar por la cancha de golf y pedirle a unos empleados que les abrieran la puerta trasera. Todo esto para que mi abuela no tenga que cruzarse al heladero y pagarle su inmensa deuda de los helados deliciosos.
Mía Franchini y su abuela Inés Chiesa
En la época de los 60, mi abuela Inés tenía alrededor de 12 años. Ella tenía 2 primas con las cuales era muy cercana y pasaban todas las tardes de verano juntas. La mayoría de las veces que se veían, pasaban el día en el club Harrods Gath y Chaves que quedaba atrás de Belgrano. Su mamá, Olinda, siempre le daba la plata necesaria para que pueda gastarla en el kiosko del club. Al igual que sus primas, Silvia e Irene, compraba un alfajor, una gaseosa y un helado.
En el transcurso del día, disfrutaban de las actividades que el club brindaba, nadaban en la pileta, jugaban al tenis y de vez en cuando jugaban al pádel. A medida que pasaba la tarde, gastaban la plata en la comida. Mi abuela siempre terminaba el alfajor, la gaseosa y el helado antes que sus primas. Silvia e Irene siempre guardaban la plata del helado para comprárselo al heladero a la salida del club cuando decidían regresar a sus casas. Inés, como tenía más hambre y porque los helados eran deliciosamente ricos como una caricia en el paladar, se compraba un helado más y le decía al heladero que al día siguiente le traería la plata que le debía. Así, pasaron tres días, en los cuales mi abuela le llegó a deber tres helados. Olinda nunca se enteró de la plata que Inés le debía al heladero porque se iba a enojar. Entonces, cuando volvían al club al día siguiente, mi abuela obligaba a sus primas a entrar por la puerta de atrás del Harrods Gath y Chaves para poder evitar al heladero.
Tenían que dar toda la vuelta a la cuadra para ingresar por la cancha de golf y pedirle a unos empleados que les abrieran la puerta trasera. Todo esto para que mi abuela no tenga que cruzarse al heladero y pagarle su inmensa deuda de los helados deliciosos.
LA DEUDA PENDIENTE DEL CLUB HARRODS GATH Y CHAVES
Mía Franchini y su abuela Inés Chiesa
En la época de los 60, mi abuela Inés tenía alrededor de 12 años. Ella tenía 2 primas con las cuales era muy cercana y pasaban todas las tardes de verano juntas. La mayoría de las veces que se veían, pasaban el día en el club Harrods Gath y Chaves que quedaba atrás de Belgrano. Su mamá, Olinda, siempre le daba la plata necesaria para que pueda gastarla en el kiosko del club. Al igual que sus primas, Silvia e Irene, compraba un alfajor, una gaseosa y un helado.
En el transcurso del día, disfrutaban de las actividades que el club brindaba, nadaban en la pileta, jugaban al tenis y de vez en cuando jugaban al pádel. A medida que pasaba la tarde, gastaban la plata en la comida. Mi abuela siempre terminaba el alfajor, la gaseosa y el helado antes que sus primas. Silvia e Irene siempre guardaban la plata del helado para comprárselo al heladero a la salida del club cuando decidían regresar a sus casas. Inés, como tenía más hambre y porque los helados eran deliciosamente ricos como una caricia en el paladar, se compraba un helado más y le decía al heladero que al día siguiente le traería la plata que le debía. Así, pasaron tres días, en los cuales mi abuela le llegó a deber tres helados. Olinda nunca se enteró de la plata que Inés le debía al heladero porque se iba a enojar. Entonces, cuando volvían al club al día siguiente, mi abuela obligaba a sus primas a entrar por la puerta de atrás del Harrods Gath y Chaves para poder evitar al heladero.
Tenían que dar toda la vuelta a la cuadra para ingresar por la cancha de golf y pedirle a unos empleados que les abrieran la puerta trasera. Todo esto para que mi abuela no tenga que cruzarse al heladero y pagarle su inmensa deuda de los helados deliciosos.
Mía Franchini y su abuela Inés Chiesa
En la época de los 60, mi abuela Inés tenía alrededor de 12 años. Ella tenía 2 primas con las cuales era muy cercana y pasaban todas las tardes de verano juntas. La mayoría de las veces que se veían, pasaban el día en el club Harrods Gath y Chaves que quedaba atrás de Belgrano. Su mamá, Olinda, siempre le daba la plata necesaria para que pueda gastarla en el kiosko del club. Al igual que sus primas, Silvia e Irene, compraba un alfajor, una gaseosa y un helado.
En el transcurso del día, disfrutaban de las actividades que el club brindaba, nadaban en la pileta, jugaban al tenis y de vez en cuando jugaban al pádel. A medida que pasaba la tarde, gastaban la plata en la comida. Mi abuela siempre terminaba el alfajor, la gaseosa y el helado antes que sus primas. Silvia e Irene siempre guardaban la plata del helado para comprárselo al heladero a la salida del club cuando decidían regresar a sus casas. Inés, como tenía más hambre y porque los helados eran deliciosamente ricos como una caricia en el paladar, se compraba un helado más y le decía al heladero que al día siguiente le traería la plata que le debía. Así, pasaron tres días, en los cuales mi abuela le llegó a deber tres helados. Olinda nunca se enteró de la plata que Inés le debía al heladero porque se iba a enojar. Entonces, cuando volvían al club al día siguiente, mi abuela obligaba a sus primas a entrar por la puerta de atrás del Harrods Gath y Chaves para poder evitar al heladero.
Tenían que dar toda la vuelta a la cuadra para ingresar por la cancha de golf y pedirle a unos empleados que les abrieran la puerta trasera. Todo esto para que mi abuela no tenga que cruzarse al heladero y pagarle su inmensa deuda de los helados deliciosos.
UN VIAJE INESPERADO
Josefina Castiñeiras Bustamante Cano de Frers y su nieta Paulina Becerra
Hace muchísimos años atrás, cuando mi abuela no se había casado aún y estaba de novia con mi abuelo, se fueron de viaje a Brasil. Juntos pasaron unas hermosísimas vacaciones donde lograron conocerse y enamorarse cada vez más. Ellos hacían todo juntos a la par.
Al llegar al hotel en Río de Janeiro, descansaron y durmieron la siesta más larga de sus vidas. Luego, al despertarse, juntos se fugaron hacia la playa, donde pasaron toda la mañana mirando al horizonte.
De pronto, cuando regresaron, se dieron cuenta de que no tenían suficiente comida para almorzar. Por lo tanto, decidieron ir juntos en busca de algún manjar.
Al poco tiempo, arribaron al destino, un almacén que parecía de una avenida cerca del mar por lo que los vidrios del coche se encontraban muy empañados. Él embarcó al almacén dejando a mi abuela en soledad, al mando del coche. Ella continuó el viaje en busca de un estacionamiento y mientras daba vueltas y vueltas a la rotonda, encontró el lugar perfecto. Era un lugar con sombra, ideal para el día soleado en el que se encontraban. En el mismo momento que decidió hacer marcha atrás para posicionar el coche, se escuchó un trastazo como si se hubiera golpeado algo gigante. Algo se había estrellado pero mi abuela no sabía qué podía llegar a ser. Al estar todas las ventanillas del coche empañadas, ella no llegó a distinguir lo que había pasado. Por lo tanto, no le prestó mucha atención y se quedó quieta esperando a mi abuelo que simultáneamente regresaba del almacén. Ella se cambió al lugar de acompañante mientras que mi abuelo subía al volante. Él subió, y arrancó el coche el cual anduvo perfectamente.
Al día siguiente, cuando se juntaron para tomar el desayuno, él se dirigió a mi abuela diciendo de forma extraña:
-“No sabes lo que me ha pasado… cuando fui a comprar el desayuno, me di cuenta de que el coche tiene un bollo rarísimo que no entiendo cómo se ha podido hacer…”-
En ese momento, mi abuela comprendió que el ruido seco del día anterior, había sido el choque del auto contra un árbol. El paragolpes padecía de un agujero redondo con forma de U. La mujer comenzó a disimular su rostro con una expresión de asombro, sin decir ni una palabra. Comenzó a charlar acerca de otros temas de conversación, evitando el problema del auto.
Luego de unos días, ya de vuelta en Buenos Aires, mi abuela avergonzada de lo ocurrido, confesó el crimen cometido y le explicó que no logró ver el árbol y por lo tanto, lo atropelló. Ambos se descostillaron de la risa, recordando este momento hasta el día de hoy.
Josefina Castiñeiras Bustamante Cano de Frers y su nieta Paulina Becerra
Hace muchísimos años atrás, cuando mi abuela no se había casado aún y estaba de novia con mi abuelo, se fueron de viaje a Brasil. Juntos pasaron unas hermosísimas vacaciones donde lograron conocerse y enamorarse cada vez más. Ellos hacían todo juntos a la par.
Al llegar al hotel en Río de Janeiro, descansaron y durmieron la siesta más larga de sus vidas. Luego, al despertarse, juntos se fugaron hacia la playa, donde pasaron toda la mañana mirando al horizonte.
De pronto, cuando regresaron, se dieron cuenta de que no tenían suficiente comida para almorzar. Por lo tanto, decidieron ir juntos en busca de algún manjar.
Al poco tiempo, arribaron al destino, un almacén que parecía de una avenida cerca del mar por lo que los vidrios del coche se encontraban muy empañados. Él embarcó al almacén dejando a mi abuela en soledad, al mando del coche. Ella continuó el viaje en busca de un estacionamiento y mientras daba vueltas y vueltas a la rotonda, encontró el lugar perfecto. Era un lugar con sombra, ideal para el día soleado en el que se encontraban. En el mismo momento que decidió hacer marcha atrás para posicionar el coche, se escuchó un trastazo como si se hubiera golpeado algo gigante. Algo se había estrellado pero mi abuela no sabía qué podía llegar a ser. Al estar todas las ventanillas del coche empañadas, ella no llegó a distinguir lo que había pasado. Por lo tanto, no le prestó mucha atención y se quedó quieta esperando a mi abuelo que simultáneamente regresaba del almacén. Ella se cambió al lugar de acompañante mientras que mi abuelo subía al volante. Él subió, y arrancó el coche el cual anduvo perfectamente.
Al día siguiente, cuando se juntaron para tomar el desayuno, él se dirigió a mi abuela diciendo de forma extraña:
-“No sabes lo que me ha pasado… cuando fui a comprar el desayuno, me di cuenta de que el coche tiene un bollo rarísimo que no entiendo cómo se ha podido hacer…”-
En ese momento, mi abuela comprendió que el ruido seco del día anterior, había sido el choque del auto contra un árbol. El paragolpes padecía de un agujero redondo con forma de U. La mujer comenzó a disimular su rostro con una expresión de asombro, sin decir ni una palabra. Comenzó a charlar acerca de otros temas de conversación, evitando el problema del auto.
Luego de unos días, ya de vuelta en Buenos Aires, mi abuela avergonzada de lo ocurrido, confesó el crimen cometido y le explicó que no logró ver el árbol y por lo tanto, lo atropelló. Ambos se descostillaron de la risa, recordando este momento hasta el día de hoy.
UN VIAJE INESPERADO
Josefina Castiñeiras Bustamante Cano de Frers y su nieta Paulina Becerra
Hace muchísimos años atrás, cuando mi abuela no se había casado aún y estaba de novia con mi abuelo, se fueron de viaje a Brasil. Juntos pasaron unas hermosísimas vacaciones donde lograron conocerse y enamorarse cada vez más. Ellos hacían todo juntos a la par.
Al llegar al hotel en Río de Janeiro, descansaron y durmieron la siesta más larga de sus vidas. Luego, al despertarse, juntos se fugaron hacia la playa, donde pasaron toda la mañana mirando al horizonte.
De pronto, cuando regresaron, se dieron cuenta de que no tenían suficiente comida para almorzar. Por lo tanto, decidieron ir juntos en busca de algún manjar.
Al poco tiempo, arribaron al destino, un almacén que parecía de una avenida cerca del mar por lo que los vidrios del coche se encontraban muy empañados. Él embarcó al almacén dejando a mi abuela en soledad, al mando del coche. Ella continuó el viaje en busca de un estacionamiento y mientras daba vueltas y vueltas a la rotonda, encontró el lugar perfecto. Era un lugar con sombra, ideal para el día soleado en el que se encontraban. En el mismo momento que decidió hacer marcha atrás para posicionar el coche, se escuchó un trastazo como si se hubiera golpeado algo gigante. Algo se había estrellado pero mi abuela no sabía qué podía llegar a ser. Al estar todas las ventanillas del coche empañadas, ella no llegó a distinguir lo que había pasado. Por lo tanto, no le prestó mucha atención y se quedó quieta esperando a mi abuelo que simultáneamente regresaba del almacén. Ella se cambió al lugar de acompañante mientras que mi abuelo subía al volante. Él subió, y arrancó el coche el cual anduvo perfectamente.
Al día siguiente, cuando se juntaron para tomar el desayuno, él se dirigió a mi abuela diciendo de forma extraña:
-“No sabes lo que me ha pasado… cuando fui a comprar el desayuno, me di cuenta de que el coche tiene un bollo rarísimo que no entiendo cómo se ha podido hacer…”-
En ese momento, mi abuela comprendió que el ruido seco del día anterior, había sido el choque del auto contra un árbol. El paragolpes padecía de un agujero redondo con forma de U. La mujer comenzó a disimular su rostro con una expresión de asombro, sin decir ni una palabra. Comenzó a charlar acerca de otros temas de conversación, evitando el problema del auto.
Luego de unos días, ya de vuelta en Buenos Aires, mi abuela avergonzada de lo ocurrido, confesó el crimen cometido y le explicó que no logró ver el árbol y por lo tanto, lo atropelló. Ambos se descostillaron de la risa, recordando este momento hasta el día de hoy.
Josefina Castiñeiras Bustamante Cano de Frers y su nieta Paulina Becerra
Hace muchísimos años atrás, cuando mi abuela no se había casado aún y estaba de novia con mi abuelo, se fueron de viaje a Brasil. Juntos pasaron unas hermosísimas vacaciones donde lograron conocerse y enamorarse cada vez más. Ellos hacían todo juntos a la par.
Al llegar al hotel en Río de Janeiro, descansaron y durmieron la siesta más larga de sus vidas. Luego, al despertarse, juntos se fugaron hacia la playa, donde pasaron toda la mañana mirando al horizonte.
De pronto, cuando regresaron, se dieron cuenta de que no tenían suficiente comida para almorzar. Por lo tanto, decidieron ir juntos en busca de algún manjar.
Al poco tiempo, arribaron al destino, un almacén que parecía de una avenida cerca del mar por lo que los vidrios del coche se encontraban muy empañados. Él embarcó al almacén dejando a mi abuela en soledad, al mando del coche. Ella continuó el viaje en busca de un estacionamiento y mientras daba vueltas y vueltas a la rotonda, encontró el lugar perfecto. Era un lugar con sombra, ideal para el día soleado en el que se encontraban. En el mismo momento que decidió hacer marcha atrás para posicionar el coche, se escuchó un trastazo como si se hubiera golpeado algo gigante. Algo se había estrellado pero mi abuela no sabía qué podía llegar a ser. Al estar todas las ventanillas del coche empañadas, ella no llegó a distinguir lo que había pasado. Por lo tanto, no le prestó mucha atención y se quedó quieta esperando a mi abuelo que simultáneamente regresaba del almacén. Ella se cambió al lugar de acompañante mientras que mi abuelo subía al volante. Él subió, y arrancó el coche el cual anduvo perfectamente.
Al día siguiente, cuando se juntaron para tomar el desayuno, él se dirigió a mi abuela diciendo de forma extraña:
-“No sabes lo que me ha pasado… cuando fui a comprar el desayuno, me di cuenta de que el coche tiene un bollo rarísimo que no entiendo cómo se ha podido hacer…”-
En ese momento, mi abuela comprendió que el ruido seco del día anterior, había sido el choque del auto contra un árbol. El paragolpes padecía de un agujero redondo con forma de U. La mujer comenzó a disimular su rostro con una expresión de asombro, sin decir ni una palabra. Comenzó a charlar acerca de otros temas de conversación, evitando el problema del auto.
Luego de unos días, ya de vuelta en Buenos Aires, mi abuela avergonzada de lo ocurrido, confesó el crimen cometido y le explicó que no logró ver el árbol y por lo tanto, lo atropelló. Ambos se descostillaron de la risa, recordando este momento hasta el día de hoy.
UN VERANO EN EL RÍO
Norma Michel y su nieta Azul Vassallo
Era el verano del año 1963. El viento me desordenaba el pelo mientras asomaba la cabeza por la ventanita del auto. Iba con mi familia al bajo, un barrio casi desértico que daba al río. Era un día soleado y caluroso, y traía puesto mi mejor traje de baño, combinado con un enterito azul que hacía resaltar mis ojos y mi rubia cabellera. No es que me arreglase por algo en especial, pero tenía la pequeña esperanza de conocer a alguien, 15 años y sin novio.
Estacionamos el pequeño auto frente al recreo y corrimos al río. El lugar estaba lleno, ni una sombrilla libre. Dejamos todo y nos fuimos a meter al río, estábamos muertos de calor y tener pileta era algo de gente con plata. Desde ahí nos quedamos todo el día, hasta la noche. Estaba por volverme cuando una mano en el hombro me frenó.
- Te dejabas esto… - Un chico joven, de mi misma altura, ojos celestes y cabello claro, extendía una mano con una pequeña mochila bordó.
- Ay, muchísimas gracias. ¿Cómo pude olvidarme? Si la dejaba acá no la iba a recuperar más…
- Tranquila, te la hubiese guardado. ¿Cómo te llamas?
- Norma, Norma Michel, ¿vos?
- Ricardo Morao, soy dueño del recreo este. ¿Sos de afuera?
- No… ¿por qué?
- Nunca había visto a una mujer tan linda como vos.
Me quedé atónita. No supe qué contestar. Sonreí incómoda y me di la vuelta empezando a irme. Nunca nadie me había dicho eso, sentía las mariposas en mi panza y las manos nerviosas.
- ¡Volvé pronto! - Gritó el chico, Ricardo.
Sonreí internamente, sabía que nunca iba a volver, pero nunca me había sentido tan emocionada.
Un mes pasó desde el suceso. El colegio me tenía muy ocupada y mi casa era un griterío alemán. No paraba de pensar en Ricardo, quería volver, pero no podía manejar.
Esa mañana, me decidí. Tomé el Tren de la Costa, un tren bastante vacío y deteriorado.
Al llegar, vi el recreo, lleno como siempre. El tren me dejaba casi en la entrada.
Entré y lo primero que vi fue a él. Ahí estaba, en la barra. Me acerqué con mi mejor sonrisa.
- Hola - dije.
Me miró con esos ojos azules que nunca habían desaparecido de mi cabeza.
- ¡Norma! Hola, ¿cómo estás? Pensé que nunca ibas a volver…
- Lo sé, tampoco planeaba volver, pero bueno… acá estoy.
- Qué bueno, ¿querés algo?
Miré las bebidas que había en la mesa y todas tenían alcohol.
- No tomo.
- Ay, ¡dale Normita! Un traguito nada más, y hablamos.
No podía negarme. Acepté la bebida menos fuerte que había pero igual me resultó desagradable. Suerte que no había venido con mi familia. En esa misma posición nos quedamos hablando hasta la noche. Me despisté y no me di cuenta que se habían hecho las nueve y media de la noche.
- ¡No puede ser, es tardísimo! Tengo que volver a mi casa - dije levantándome.
- Ah, ¿no viniste con tu familia?
- No, vine en tren.
- ¿Sola?
- Si
- Bueno, esperá. Me cambio y te llevo.
- No, no hace…
No pude decir nada porque Ricardo ya se había ido a cambiar.
Me llevó en su auto hasta mi casa, y antes de bajarme nos despedimos. Estaba eufórica, era mi primer novio, y era tan lindo.
Entré a mi casa. Todo estaba apagado. Me resultó raro pero me alivió. Cuando estaba a punto de subir a mi cuarto, la lámpara del comedor se prendió. Mi papá estaba ahí sentado, mirándome fijo. Sentí miedo, me iban a retar. Se me acercó y me pegó una cachetada. Luego otra, y otra. Me gritó hasta que se quedó sin voz. Al terminar, subió y se fue a dormir, como si nada.
Esa noche lloré sin parar, tanto que a la mañana siguiente tenía los ojos rojos y las ojeras violetas.
Nunca más volví al recreo. Cuatro meses habían pasado cuando, un día, volviendo del colegio, me encontré a un auto familiarmente conocido en la entrada de mi casa. Era de Ricardo. Deseé con todas mis fuerzas que no hubiese entrado en mi casa. Pero, al entrar, ahí estaba. Mi papá y Ricardo, hablando.
- Norma, por fin volvés. Vení, mirá, este es Ricardo.
- Hola..- dije.
- Es un estudiante de la zona, estudia abogacía. - mi padre se me acerca y me susurra - Sería un gran candidato para vos, que ya tenés 15 años.
- Hola Norma, soy Ricardo. ¿Querés que salgamos a caminar?
Mi papá me guiñó el ojo y yo solo pude reír.
Salimos de casa y nos reímos hasta que nuestros pulmones no resistieran más. Todo no podría haber sido mejor. Agradecí la astucia de Ricardo, mi novio.
Hablamos hasta tarde y nos contamos todo lo que había pasado en esos cuatro meses. Yo le conté por qué no había vuelto al recreo y él me contó que no había pasado los exámenes de la universidad porque había decidido disfrutar de la vida en vez de estudiar. Desde esa vez, nunca pasamos un día separados. Nos juntábamos todos las mañanas y tardes, ya sea en mi casa o en la suya. Nos conocimos, y nunca volví a amar a alguien tanto como a él, Ricardo Morao, mi esposo.
Norma Michel y su nieta Azul Vassallo
Era el verano del año 1963. El viento me desordenaba el pelo mientras asomaba la cabeza por la ventanita del auto. Iba con mi familia al bajo, un barrio casi desértico que daba al río. Era un día soleado y caluroso, y traía puesto mi mejor traje de baño, combinado con un enterito azul que hacía resaltar mis ojos y mi rubia cabellera. No es que me arreglase por algo en especial, pero tenía la pequeña esperanza de conocer a alguien, 15 años y sin novio.
Estacionamos el pequeño auto frente al recreo y corrimos al río. El lugar estaba lleno, ni una sombrilla libre. Dejamos todo y nos fuimos a meter al río, estábamos muertos de calor y tener pileta era algo de gente con plata. Desde ahí nos quedamos todo el día, hasta la noche. Estaba por volverme cuando una mano en el hombro me frenó.
- Te dejabas esto… - Un chico joven, de mi misma altura, ojos celestes y cabello claro, extendía una mano con una pequeña mochila bordó.
- Ay, muchísimas gracias. ¿Cómo pude olvidarme? Si la dejaba acá no la iba a recuperar más…
- Tranquila, te la hubiese guardado. ¿Cómo te llamas?
- Norma, Norma Michel, ¿vos?
- Ricardo Morao, soy dueño del recreo este. ¿Sos de afuera?
- No… ¿por qué?
- Nunca había visto a una mujer tan linda como vos.
Me quedé atónita. No supe qué contestar. Sonreí incómoda y me di la vuelta empezando a irme. Nunca nadie me había dicho eso, sentía las mariposas en mi panza y las manos nerviosas.
- ¡Volvé pronto! - Gritó el chico, Ricardo.
Sonreí internamente, sabía que nunca iba a volver, pero nunca me había sentido tan emocionada.
Un mes pasó desde el suceso. El colegio me tenía muy ocupada y mi casa era un griterío alemán. No paraba de pensar en Ricardo, quería volver, pero no podía manejar.
Esa mañana, me decidí. Tomé el Tren de la Costa, un tren bastante vacío y deteriorado.
Al llegar, vi el recreo, lleno como siempre. El tren me dejaba casi en la entrada.
Entré y lo primero que vi fue a él. Ahí estaba, en la barra. Me acerqué con mi mejor sonrisa.
- Hola - dije.
Me miró con esos ojos azules que nunca habían desaparecido de mi cabeza.
- ¡Norma! Hola, ¿cómo estás? Pensé que nunca ibas a volver…
- Lo sé, tampoco planeaba volver, pero bueno… acá estoy.
- Qué bueno, ¿querés algo?
Miré las bebidas que había en la mesa y todas tenían alcohol.
- No tomo.
- Ay, ¡dale Normita! Un traguito nada más, y hablamos.
No podía negarme. Acepté la bebida menos fuerte que había pero igual me resultó desagradable. Suerte que no había venido con mi familia. En esa misma posición nos quedamos hablando hasta la noche. Me despisté y no me di cuenta que se habían hecho las nueve y media de la noche.
- ¡No puede ser, es tardísimo! Tengo que volver a mi casa - dije levantándome.
- Ah, ¿no viniste con tu familia?
- No, vine en tren.
- ¿Sola?
- Si
- Bueno, esperá. Me cambio y te llevo.
- No, no hace…
No pude decir nada porque Ricardo ya se había ido a cambiar.
Me llevó en su auto hasta mi casa, y antes de bajarme nos despedimos. Estaba eufórica, era mi primer novio, y era tan lindo.
Entré a mi casa. Todo estaba apagado. Me resultó raro pero me alivió. Cuando estaba a punto de subir a mi cuarto, la lámpara del comedor se prendió. Mi papá estaba ahí sentado, mirándome fijo. Sentí miedo, me iban a retar. Se me acercó y me pegó una cachetada. Luego otra, y otra. Me gritó hasta que se quedó sin voz. Al terminar, subió y se fue a dormir, como si nada.
Esa noche lloré sin parar, tanto que a la mañana siguiente tenía los ojos rojos y las ojeras violetas.
Nunca más volví al recreo. Cuatro meses habían pasado cuando, un día, volviendo del colegio, me encontré a un auto familiarmente conocido en la entrada de mi casa. Era de Ricardo. Deseé con todas mis fuerzas que no hubiese entrado en mi casa. Pero, al entrar, ahí estaba. Mi papá y Ricardo, hablando.
- Norma, por fin volvés. Vení, mirá, este es Ricardo.
- Hola..- dije.
- Es un estudiante de la zona, estudia abogacía. - mi padre se me acerca y me susurra - Sería un gran candidato para vos, que ya tenés 15 años.
- Hola Norma, soy Ricardo. ¿Querés que salgamos a caminar?
Mi papá me guiñó el ojo y yo solo pude reír.
Salimos de casa y nos reímos hasta que nuestros pulmones no resistieran más. Todo no podría haber sido mejor. Agradecí la astucia de Ricardo, mi novio.
Hablamos hasta tarde y nos contamos todo lo que había pasado en esos cuatro meses. Yo le conté por qué no había vuelto al recreo y él me contó que no había pasado los exámenes de la universidad porque había decidido disfrutar de la vida en vez de estudiar. Desde esa vez, nunca pasamos un día separados. Nos juntábamos todos las mañanas y tardes, ya sea en mi casa o en la suya. Nos conocimos, y nunca volví a amar a alguien tanto como a él, Ricardo Morao, mi esposo.