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La fiesta inolvidable

by Manuel García

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Mi boletín era un desastre. Y uno de mis padres lo iba a tener que firmar a más tardar esa noche.
Un boletín como el que tenía que hacerles firmar a mis padres requería un plan de acción. Una acción que produjera efectos sedantes, que calmara los nervios por anticipado, que ayudara a ver la vida con otros ojos (y si no la vida, al menos mis notas).
De modo que esa mañana – antes de salir- junté todos mis ahorros (¡todos, ay!) y a la vuelta del colegio pasé por la mejor confitería del barrio. Arreglé para que a la noche trajeran a casa una fuente de masas rebosantes de crema y dulce, más una irresistible torta de chocolate, ideal para endulzar malos tragos. 
Esa misma mañana, la del día en que tendría que mostrar mi boletín, mi madrina se despertó en su casa pensando en nosotros. En el tiempo que había pasado desde que nos había visto por última vez, especialmente a mí, que soy su único ahijado. Así que, presa de una culpa incontrolable (mi madrina suele ver telenovelas), empezó a preparar docenas de empanadas con las que se propuso sorprendernos por la noche: jamás venía a casa sin aviso y mucho menos con las manos llenas.
La tarde previa a esa noche (la noche en que yo tendría que mostrar mi boletín), mi papá miró el almanaque y recordó que era su aniversario. Fue una iluminación, contó después. Una verdadera iluminación, ya que, en los quince años que llevaba de casado, la que siempre había recordado la fecha era mi mamá. Así que, en un gesto que no lo caracterizaba, pidió un adelanto de sueldo, se retiró de la oficina unos minutos antes y pasó por un restorán chino donde encargó – para esa misma velada- una cena completa para toda la familia. Una exquisita variedad de platos orientales que traerían a casa en el horario perfecto: antes de que mi madre o algunos de mis abuelos se pusieran a cocinar.
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Cuando esa mañana salió para su trabajo –también lo supimos después- mi mamá tuvo la sensación que se estaba olvidando de algo. ¿Era el cumpleaños de mi abuela? ¿Teníamos hora en el dentista? ¿Se había ido sin saludarnos? No estaba segura, pero como en los últimos tiempos andaba tan ocupada con sus exámenes (había retomado la facultad) sintió que nos estaba abandonando un poco y volvió temprano a casa para hacernos una comida especial.
En resumidas cuentas:
A las ocho de esa noche en la que tendría que mostrar mi patético boletín, mi abuela empezó a poner la mesa. Pero no como siempre, sino en el comedor y con velas. Porque había jugado a la quiniela a escondidas de mi abuelo, había ganado, y para evitarse sermones, había contratado un lunch: un surtido de saladitos y una sidra para brindar.
A las ocho y cinco sonó el timbre por primera vez. Era mi madrina con ciento veinte empanadas.
Unos minutos más tarde, un joven con cara de chino depositó en la mesada los manjares que mi papá había encargado.
A las ocho y media aproximadamente, mi mamá sacó del horno la última de las siete tartas que había hecho para impresionarnos y a las nueve, claro, los de la confitería se aparecieron con las masas y los tres kilos de torta de chocolate.
--¿Qué celebramos?—preguntó furioso mi abuelo que estaba a dieta.
Y ya alrededor de la mesa, los demás nos miramos esperando que alguno dijera algo.

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