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En efecto, una mañana de junio de mil novecientos y pico, un jovencísimo surubí que nadaba como todos los días en el Río de la Plata se descubrió un pelo en la cabeza.La madre se sorprendió bastante porque —ya se sabe— los peces no tienen pelos. Pero como hacen todas las madres, enseguida lo mandó a peinarse y listo.
Así empezó la mayor rareza de la historia peluda y acuática.
Porque ese pelo era apenas el principio de muchos otros pelos que vendrían. Y no sólo para el surubí, sino para todos los demás peces del río.
La causa era bien simple:
El marinero de un remolcador había volcado en el agua, por accidente, un frasco de tónico capilar.
El marinero de un remolcador había volcado en el agua, por accidente, un frasco de tónico capilar.
A los sábalos les salió una melena enrulada. A los dorados, una cabellera larga y lacia.
El pobre ni se imaginó las novedades que eso iba a producir en el fondo del río.
Los patíes y los pejerreyes empezaron a peinarse con flequillo.
Al principio se sentían raros con la nueva facha, pero después todo el mundo estaba encantado con sus pelos.
Las hijas más chicas de una familia de dientudos salían de paseo con trenzas.
Las hijas más chicas de una familia de dientudos salían de paseo con trenzas.
Las palometas y las viejas se hicieron la permanente.
Nadie hablaba de otra cosa.
Nadie hablaba de otra cosa.
¡Qué bien te queda el brushing, Ernestina!
—le decía una boga a su amiga—
Yo hoy tengo el pelo horrible con tanta humedad.
Y también: