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Relatos +Arte +Inclusión

by Elia Huertas Gómez

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RELATOS
+ARTE +INCLUSIÓN
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Taller de Escritura Creativa
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Receta improvisada
CELIA GONZÁLEZ
Y es que quedaba menos de una hora para que todos lo invitados llegaran y yo seguía sentada en el sofá, esperando a recibir la compra. Si en cinco minutos no me llegaba la comida no me iba a dar tiempo a prepararla. Además, iba a quedar como una nefasta anfitriona. Miré el reloj, solo había pasado un minuto. No aguantaba más la espera. Fui a la despensa a ver que tenía. Anonadada encontré que solo tenía un bote de arroz, con no más de 200 gramos, medio pepinillo y un tomate. ¿Cómo era posible que tuviera tan poco? Ahora me tocaba preparar una comida para veinte personas con tres escasos ingredientes. Y sí, se lo que estáis pensado, que por qué no llamo a un restaurante y encargo comida o voy a un supermercado, pues bien, os explico: ¡Vivo en mitad del campo y no tengo coche! Nunca había odiado tanto vivir a las afueras. Además, no me daba tiempo a coger el transporte público, porque es domingo y los domingos solo pasa un bus cada dos horas. 

Puse una cacerola con agua para que hirviera y pudiera echar la insuficiente porción de arroz que tenía. Mientras tanto, corté el medio pepinillo y trituré el tomate. Decidí hacer sopa de arroz, así parecería más cantidad. Bueno más bien, habría un poco de arroz en el agua. Se me ocurrió una idea. Cogí una hoja de eucalipto que planté en una pequeña maceta. Con eso podría darle sabor a la sopa. Un problema menos.
Ahora tenía que hacer un segundo plato con el medio pepinillo y el tomate triturado. Respiré hondo para aguantar las ganas de llorar. Era una situación insalvable. Lo mejor de todo es que me ofrecí voluntaria a hacer la comida familiar en mi casa. ¿En qué momento creí que era una buena idea?

El plan B entró en mi mente. Pero no creo que sea una buena idea. Si se dan cuenta se podría montar un buen follón. Aunque era la única opción. O eso o arruinar el cumpleaños del abuelo. Nota mental: Última vez que te ofreces a hacer algo.

Fui al granero donde antes solía tener gallinas, que las vendí por un buen dineral. Gracias a ellas ahora tengo una buena televisión y el mejor horno. En una situación como esta no me sirven ni la mitad de lo que lo habrían hecho las gallinas. Un suspiro de arrepentimiento salió de entre mis labios. Pero la emoción disuadió rápidamente al arrepentimiento cuando vi el pequeño saco lleno de pienso para gallinas. No es tan mala idea usarlo. Al final y al cabo es como maíz. Solo me estaba autoconvenciendo mientras cargaba con el saco hasta la cocina.

“Pepinillo, tomate, pienso, pepinillo, tomate, pienso…” me repetía en voz alta. Quizás así alguna idea entraba por la puerta de la cocina y me decía qué hacer con estos ingredientes. Que para mayor calvario sus sabores no casaban en absoluto.
Ni siquiera me paré a meditarlo. Cogí el saco de pienso y lo vacíe en una bandeja de horno, con un poco de agua. “Al final si me ibas a ser útil como Horno” le dije. Lo puse a máxima potencia y en cinco minutos se había convertido en una especie de pastel. Lo bañé con el poco tomate triturado obtenido y el segundo plato quedó terminado.

Estaba en ese punto de agobio que me daba igual todo y no tenía criterio alguno. Por ello, como si una fuerza sobrenatural me controlara me dirigí directamente al armario donde estaban las cosas de mi gato. Todavía quedaba una lata de paté. El gato se me quedó mirando, creyendo que se lo iba a dar. Yo le mire más intensamente. ¿Y si el gato era la solución a la desastrosa comida? Pero otro pensamiento me gritó que si acaso había perdido el juicio y no tenía ningún tipo de cariño hacía el peludo animal.
El delirio había crecido exponencialmente. Respiré hondo y me serené. Paté de gato con pepinillos era mi único postre. Lo flambeé, mejor dicho, quemé la superficie del paté para que pareciera uno de esos postres de la alta cocina. Y quedó impoluto.

La sopa estaba lista, el pastel estaba listo y el postre también. Me sobraban cinco minutos antes de que todo el mundo comenzara a llegar. Extrañamente estaba satisfecha.

Todos llegaron, comimos. Nadie criticó la comida, incluso algunos elogiaron mi trabajo culinario. “Quizás tenía un don innato para la cocina” pensé mientras me levantaba a terminar de recoger la sangre que había por la cocina.
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