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La historia de alguien más

by Mora Mollo

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La historia de alguien más
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Mora Mollo
La lluvia golpeaba la ventana. El gato a los pies de la cama ronroneaba tranquilo. Sebastián dormía.
Lo veo, veo cómo se despierta por el ruido incesante de la alarma, como se prepara y baja las escaleras. Yo lo sigo.
Abajo todo es caos. Mamá habla por teléfono enojada por algo que le dice la otra persona, papá grita que no encuentra las llaves. Se pelean entre ellos por motivos propios. Seba hace todo en silencio, como una sombra que se escurre y pasa entre los habitantes de la casa. Ninguno ve cuando murmura un “me voy” y sale de casa. Yo lo sigo.
La cabeza siempre mira el piso, las piernas están flojas, pero se las ingenia para patear una piedra que encontró en el camino.
Sebastián lleva la misma vida monótona y triste desde hace ya algunos meses. Yo lo vigilo desde entonces, pero no puedo ayudarlo, no sé como ayudarlo.
En el colegio siempre es la misma rutina aburrida, que no le interesa, pero lo hace para distraerse.
-Seba, ¿no venís a jugar a la pelota? -Su amigo, Santiago, hace lo posible para hacerlo sentir bien. 
-No, gracias, tengo que volver temprano a casa.
Mentira, nadie lo espera en casa. Papá y mamá están trabajando, y no vuelven hasta entrada la tarde.
Intento gritarle, que vaya, que disfrute, que no se prive de cosas, que así no va a llegar a nada. Pero Sebastián no me escucha.

Sebastián lleva la misma vida monótona y triste desde hace ya algunos meses. Yo lo vigilo desde entonces, pero no puedo ayudarlo, no sé como ayudarlo.
En el colegio siempre es la misma rutina aburrida, que no le interesa, pero lo hace para distraerse.
-Seba, ¿no venís a jugar a la pelota? -Su amigo, Santiago, hace lo posible para hacerlo sentir bien. 
-No, gracias, tengo que volver temprano a casa.
Mentira, nadie lo espera en casa. Papá y mamá están trabajando, y no vuelven hasta entrada la tarde.
Intento gritarle, que vaya, que disfrute, que no se prive de cosas, que así no va a llegar a nada. Pero Sebastián no me escucha.

El resto del día pasa lento. Hace el mismo recorrido que hizo a la mañana para volver a casa. Algunos vecinos lo reconocen y lo saludan con sonrisas tristes. Seba no presta mucha atención, es educado y devuelve el gesto, pero no porque lo sienta.
En estos momentos en los que está solo, sentado en el comedor con la televisión encendida para que haya algo de ruido, es cuando intento hablarle. Hago de todo: grito, desacomodo lo que él ya había acomodado, molesto al gato para que se dé cuenta que hay alguien más ahí aparte de él. Pero no funciona, y él continúa sin poder escucharme.
Cuando sube a su dormitorio hace lo que lleva esperando todo el día
Seba empieza a llorar. Llora como lo hizo ayer, y como lo hace desde hace meses. A veces se queda dormido hasta que mamá o papá lo despiertan, para merendar, o simplemente para que ayude con algunas cosas de la casa. Otras veces llora hasta que no puede más.
En el dormitorio parece como si lloviera. Una lluvia intensa que no cesa por más que así se lo quiera. Es una lluvia que trae recuerdos bañados de historias pasadas que Seba no recuperará, o eso cree. 
Llora tanto que el pecho le duele y el aire no puede hacerse paso entre sus pulmones. Intenta tranquilizarse sentándose en la cama.
Me da impotencia no poder ayudarlo, o, más bien, no saber cómo hacerlo. Es como un tipo de prisión en la que estamos ambos, él por no saber salir de ese agujero negro que poco a poco se lo va tragando; y yo, preso de la rabia y tristeza de sentirme inútil en estas situaciones. 
De pronto, se me ocurre una idea para poder ayudar a Sebastián. Él tiene una nota mía en su escritorio, nota la cual nunca abrió, pero eso no es lo importante.
Veo a mi alrededor, ¿Cómo puedo hacer que esa nota llegue hasta él? Miro, recorro la habitación con mis ojos. Me freno en un punto, la ventana.
Seba no está mirando, así que, con un gran esfuerzo, abro la ventana para que el viento de la fría tarde entre. Agarró la carta, y hago que el viento la redireccione hasta dónde está Sebastián.
La nota golpea sus piernas, él la mira. Primero no entiende cómo llegó el pedazo de papel hasta ahí, pero ve la ventana abierta y, desde mi perspectiva, algo comprende. Se levanta y cierra la ventana, la carta aún en sus manos. La mira fijamente por un tiempo; le da vueltas en la mano, mira el sobre, los bordes ya amarillos.
Por un momento creo que no lo va a hacer, va a dejar la carta donde estaba, no la va a leer, no puede, o no quiere en realidad.
Pero la sorpresa me invade cuando veo que se sienta en su cama, carta todavía en mano, y se dispone a leerla.
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