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El extraño

by Romina Madero Ochoa

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El extraño
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Romina Madero Ochoa
8°B
Infeliz es alguien cuyos recuerdos de infancia no traen más quemiedo y tristeza. ¡Ay del que espera horas de soledad en grandes salones oscuros con cortinas pardas y alucinantes hileras de libros antiguos, o espantosas vigilias bajo la sombra de grandesextraños árboles! , sembrado de vides, ramas que se mecen suavemente. torcido. Esto es lo que Dios quiso para mí, aburrido, deprimente, estéril, arruinado, pero extrañamente satisfactorio, y me aferro tan desesperadamente a esos recuerdos que se marchitan cuando mi mente amenaza con pasar a otra cosa.
¿Dónde nací? salvo que el castillo era horrible, lleno de pasillos oscuros y con cielos rasos donde la mirada sólo distinguía telarañas y sombras. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas en busca de alivio, tampoco brillaba el sol, ya que unas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre. Una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo, pero estaba en ruinas y sólo se podía entrar a ella por un muro imposible de escalar.
Infeliz es alguien cuyos recuerdos de infancia no traen más quemiedo y tristeza. ¡Ay del que espera horas de soledad en grandes salones oscuros con cortinas pardas y alucinantes hileras de libros antiguos, o espantosas vigilias bajo la sombra de grandesextraños árboles! , sembrado de vides, ramas que se mecen suavemente. torcido. Esto es lo que Dios quiso para mí, aburrido, deprimente, estéril, arruinado, pero extrañamente satisfactorio, y me aferro tan desesperadamente a esos recuerdos que se marchitan cuando mi mente amenaza con pasar a otra cosa.
¿Dónde nací? salvo que el castillo era horrible, lleno de pasillos oscuros y con cielos rasos donde la mirada sólo distinguía telarañas y sombras. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas en busca de alivio, tampoco brillaba el sol, ya que unas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre. Una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo, pero estaba en ruinas y sólo se podía entrar a ella por un muro imposible de escalar.
Tal vez vivo años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. No puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo silenciosas ratas, murciélagos y arañas. Supongo que quien me haya cuidado debió de haber sido muy viejo, que mi primera representación mental de una persona viva fue la de alguien semejante a mí, pero tan retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Ningún maestro me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas, ni siquiera la mía; porque, aunque sí sabía leer, nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi propio aspecto me era desconocido, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como una de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Creyéndome a una altura prodigiosa, muy por encima de las ramas del bosque, me incorporé y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiria mirar por vez primera el cielo y esa luna. Pero todo cuanto pude tocar fueron estanterías de mármol cubiertas de cajas de inquietante dimensión. Reflexionaba y me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa debido a las incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. A través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién abierta, brillando en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que ni me atrevía a llamar recuerdos.
Tal vez vivo años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. No puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo silenciosas ratas, murciélagos y arañas. Supongo que quien me haya cuidado debió de haber sido muy viejo, que mi primera representación mental de una persona viva fue la de alguien semejante a mí, pero tan retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Ningún maestro me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas, ni siquiera la mía; porque, aunque sí sabía leer, nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi propio aspecto me era desconocido, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como una de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Creyéndome a una altura prodigiosa, muy por encima de las ramas del bosque, me incorporé y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiria mirar por vez primera el cielo y esa luna. Pero todo cuanto pude tocar fueron estanterías de mármol cubiertas de cajas de inquietante dimensión. Reflexionaba y me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa debido a las incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. A través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién abierta, brillando en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que ni me atrevía a llamar recuerdos.
Aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia, un movimiento del otro lado del arco que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez y luego, con el primer y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero, un extraño para este siglo y para todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
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