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Noches de danza, ciudad y talento paisa

by Ana Maria Montoya

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Noches de danza, ciudad y talento paisa
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Fue un domingo muy soleado, y con mi bolso de baile al hombro, ya estaba preparada para tener una exitosa mañana. Zapatillas limpias, peinado intacto y una incertidumbre grandísima porque no tenía idea de qué sucedería. Mi papá, que me carreteaba a todas mis actividades, manejó y a las 11 a. m. estábamos frente a este magnífico estudio de la academia Allegro. Me emocionaba ver de nuevo a los bailarines de la ciudad, tan diversos, tan distintos, de maneras tan únicas; majestuosos, los hombres con un porte de príncipes y las bailarinas como de cajita de música, dulces, delicadas, pero imponentes, eran a final de cuentas talento paisa, cómo no ser maravillosos.

Se estaban reuniendo de nuevo para disputar un lugar en el tan esperado Cascanueces, el cual sería de cuenta de la Alcaldía de Medellín, uno de los eventos navideños centrales en su programación, que en diciembre cambia las flores por lucecitas y copa de reuniones nocturnas y fiestas a las familias medellinenses, evento cuya magnitud requería que hubiese entre las bambalinas y su realización 3 meses de por medio. 
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Habían muchos acudientes haciendo tumulto en la angosta entrada del estudio de danza, vi sentada en la pequeña cafetería del lugar a mi maestra de ballet, mujer de piel cálida y un temple grandísimo, cubana y radiante como siempre; nos estaba dando una mirada de reafirmación a cada una por llegar a tiempo, y como diciendo que sí o sí debíamos darla toda al bailar. También observé a la directora de mi academia y al director de la Orquesta Filarmónica de Medellín, quizás más gente había a mi alrededor, pero la imagen de ese grupo selecto de organizadores fue la imposición aturdidora en mi mente de que estaban por llevar a cabo lo que para nosotros los bailarines sería una experiencia para recordar.

Al ingresar, me parecía que salían nuevos rostros de los múltiples rayos de sol que se infiltraban por el patio de la academia, estaba atestado de personas, muchas caras que por alguna razón conocía, que me destellaban a los bailarines de ensueño que he seguido de cerca en las redes sociales por varios años, esos que he visto bailar en el Teatro Lido en Junín o en los grandes eventos de baile de la ciudad.
Aquellos que se han robado las miradas con los roles principales y las pequeñitas bailarinas que le dan a cada obra la ternura necesaria, todos revoloteaban. Pude ubicarme un poco cuando mis compañeras en un rinconcito del patio me hicieron señas e informaron que: ¡estaban adelantados en horario! Esto significaba que estábamos cerca de llegar al acto en que nos acontecía audicionar para ser el grupo de ángeles que dan comienzo al sueño de Clara y el Cascanueces.

Mis compañeras y yo estábamos algo gélidas por el frescor de la mañana y sin comprender qué sucedía enteramente, todas resplandecíamos, nos saludamos y charlamos emocionadas, de cerca admirábamos y chismoseábamos las academias colegas. Sin embargo, sé que todas repasábamos la coreografía varias veces en nuestra mente, podía verlo en sus rostros. En entornos así se puede ser muy feliz, no obstante, había una presión grande, me invadía la sensación de que había caras en cada arte que nuestra sociedad decidía ignorar, era posible que mi gran impresión del momento me llevara a este juicio. 
Pasamos a un salón que hacía las veces de camerino para todos, era impactante ver historias tan diferentes, ser parte de un esfuerzo inmenso de expresar nuestras vidas mediante el baile. Era abrumador el ruido de la charla, de los saludos entre bailarines que se reencontraban para bailar de nuevo de la mano, los bolsos, las agujas para coser las zapatillas, el olor a laca y a comida. Hice todo para adecuar mi cuerpo y bailar mejor, fue imposible, entonces pensé en salir y disfrutar la calidez del patio, seguro mi alma lo agradecería. 

Ya sentada noté que por las escaleras del patio, subían corriendo las valientes doncellas que apostaban a más de un rol y que nosotros súbditos suyos admirábamos desde allí abajo por su superioridad, frente a este escenario se me cruzaban mil imágenes e ideas de bailar en el mismo escenario que ellas. Además estaba la ansiedad que toma la forma de pensamientos intrusos con preocupaciones de que el piso estuviese muy liso, que las zapatillas y mis piernas me traicionaran, me preguntaba cuántos más grupos de ángeles estarían, que la música de la filarmónica no desfasara nuestra melodía, en fin. 
Solo tenía la certeza de que allí estaría la academia entera, pero no cómo se veía el espacio o cómo nos veríamos nosotras en él, sabía que nuestra maestra vería los frutos de su cosecha, ya que era quien nos veía caer y levantarnos 3 días de la semana por horas, puliendo la técnica que nos llevaría en poca medida al escenario que ahora disputábamos.

La audición

¡Segundo acto! Sonó la campana y nos avisaron que era nuestro turno.
Dejando la comodidad del patio dijimos adiós a nuestras maletas llenas de provisiones y agua para la batalla, fuimos esta vez nosotras quienes subimos corriendo en el orden de nuestras respectivas posiciones. Yo iba al frente, tomamos nuestras arpas, utilería indispensable para nuestro rol y que intentábamos aprender a sujetar aparentando no hacer esfuerzo alguno, así es, aunque sean cinco minutos bailando, aunque las zapatillas ajusten, aunque los pasos requieran fuerza y habilidad; el ballet requiere el aparente “sin esfuerzo y una gracia desbordante”, en definitiva, pusimos la cara más angelical que pudimos y bailamos.
El estudio parecía una tacita de cristal, daba la sensación de ser un invernadero de cuento de hadas y que además reflejaba la apacibilidad de ese domingo, estuvimos frente a más personas de las que creíamos justo que nos juzgaran, e hicimos todo lo humanamente posible para descifrar las expectativas de nuestra maestra, el director y el resto de los bailarines. 

En cortos de la coreografía todas juntábamos nuestras arpas y nuestras miradas como un equipo unido por un suspiro inaudible. Ahí, cuando no nos veían, respirábamos para dar señal a las demás de que seguiríamos con una sonrisa aún más grande y el siguiente paso y luego el después de ese. Las chicas con quienes compartimos los dolores y alegrías de la danza, las que después de un día larguísimo veían el afán por llegar a ensayo, la moña despeinada, las medias rosas llenas de agua y pantano a razón de un aguacero de camino al ballet, de pronto ya no tan rosas y hasta en ocasiones rotas.


Ellas quienes me ayudaban a poner las zapatillas como en un esfuerzo de que llegara a clase como diera lugar, porque sabemos que no hay nada que 2 horas de sudor y exigencia no nos pudieran hacer olvidar, porque eso es el arte, caótico y armónico al unísono. 

Llegó la pose final, todos aplaudieron, incluso el director de la Filarmed, nosotras asentimos con la cabeza con alegría porque la música y nuestros pies funcionaron juntos, nos despidieron y guardamos las arpas. Vimos a una pareja de solistas antes de regresar al camerino, aquellos bailarines eran nuestros colegas, parte de nuestra academia pero, a la vez, miembros de la compañía. Estos eran jóvenes que decidieron hacer de su vida el baile y entregaban todo por trabajar para el Ballet Metropolitano de Medellín, un proyecto ganador de la convocatoria de estímulos para el arte y la cultura de 2018, que pasó a ser una compañía de danza neoclásica y contemporánea bajo la dirección artística de Rafi Maldonado, apreciado maestro por el Ballet Metropolitano, quien venía seguido a visitarnos desde Miami City Ballet.
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